Por Abraham Martínez Hernández
Si algo está claro en el presente proceso electoral es que estamos inmersos en un ambiente de polarización como quizá no habíamos visto antes. Es cierto: en 2006 y 2012, las campañas también estuvieron plagadas de ataques y descalificaciones entre candidatos y simpatizantes de estos, pero mi impresión –la cual, en redes sociales y otros foros veo que comparten muchas personas– es que en los procesos pasados, la dicotomía del “si no estás conmigo, estás contra mí”, no era tan radical (ejemplos de esto hay en todos los bandos).
A veces se nos olvida que en las democracias es natural que existan opiniones diferentes: esa, de alguna forma, es la esencia de la democracia. Es por tanto normal que exista disentimiento, y que los competidores y sus seguidores, defiendan sus posiciones con convicción. De ninguna manera decir que alguien no te parece la mejor opción puede ser equiparado con una manifestación de repudio a la persona del candidato ni a las buenas intenciones que seguramente tiene. Por otro lado, el apoyar a tal o cual persona tampoco significa que tengas que aplaudir y estar de acuerdo con todo lo que dice y hace.
La realidad es que la mayoría de los ciudadanos de a pie, queremos que las cosas vayan mejor para nuestro país: independientemente de quién sea nuestro gallo, hay que saber reconocer en el opositor la autenticidad de su preocupación y su interés para que la situación mejore. Esa es la base de un diálogo constructivo, y no la descalificación automática por el simple hecho de estar de uno u otro lado.
Pensadores modernos como Mill o De Tocqueville advertían que uno de los riesgos de las democracias, es que el diálogo verdadero sea sustituido por un monólogo determinado por quien tiene más adeptos. Y de alguna forma, la desconfianza y disgusto que Platón tenía hacia esta forma de gobierno, nacía de su escepticismo sobre la capacidad de las personas para tener un diálogo informado que les permitiera decidir lo que más les convenía. Para que haya democracia tiene que haber diálogo, y para que haya diálogo hay que saber escuchar.
Pretender que todos tengan la misma visión del rumbo que tiene que llevar un país es, por decir lo menos, una ingenuidad. Por lo tanto, privilegiar que exista un clima de libertad de expresión en donde se pueda buscar el intercambio de ideas y la construcción de consensos, y donde no se clasifique a los que tienen otras propuestas como los malos de la película, es fundamental para lograr una democracia madura que persiga el bien común.
Por muy diferentes que sean nuestras opiniones, al final de cuentas nos une una cosa: México. Las elecciones que se avecinan marcarán un importante parteaguas que determinará el curso que tomaremos cómo país; no son, de ninguna manera, irrelevantes. Por eso, es fundamental que participemos en este proceso. Sin embargo, no caigamos en extremismos, ni pongamos en riesgo relaciones con amigos o familiares, sólo porque tienen una opinión diferente a la nuestra.
Las diferencias son parte del juego: lo que está fuera de lugar es la creación artificial de bandos irreconciliables de los mexicanos que “sí quieren a México”, y los que buscan “seguir hundiéndolo”.